Algo que me mata más que comprarme zapatos, y que me levanta el ánimo más que un litro de helado napolitano, es comprarme un vestido. Sentir como la tela toca mi cuerpo, como se unta en mis curvas, como aprieta mi pecho haciendo que el seno se marque y las tetas queden a punto del desborde. Las miradas que provoca, y en un ataque de humildad me hacen pensar que es el vestido quien llama la atención y no mi indecente complexión.
Ayer sin más, apunto de la depresión, por cosas que no vale la pena contar aquí; salí, yo sola, a comprarme un vestido. Primero la indecisión ¿a dónde? Preferí un lugar donde hubiera gente, una tienda grande al sur de la ciudad, no quería estar sola, no más sola de lo que me sentía. Después, nuevamente la indecisión, ¿qué vestido? ¿Uno corto?, ¿largo? Indudablemente con escote. ¿Azul? ¿Verde? ¿Amarillo? Rojo hubiera sido un descaro.
Resolví probarme un vestido rosa pastel, corto, con un escote asimétrico y sólo una manga de tres cuartos, muy suelto que parecía una túnica, acentuaba mis piernas morenas; después me puse un vestido verde limón con escote a la espalda que resaltaba mis glúteos, después vino un blanco con vuelo y ajustado a la cintura, tenía un hermoso escote muy amplio en V que mi novio, si es que hubiera hecho todo para estar conmigo, en fin, que me salgo del tema, que cualquier hombre hubiera agradecido.
Repasé varios vestidos, algunos me marcaban muy bien la figura, otros sumamente descarados, fue entonces que me di cuenta que cerca de mí un hombre moreno, alto, con barba corta, maduro de unos 45 años, me miraba sin pudor, tragándome con la mirada. Hice como que no me di cuenta pero me sentí alagada. Entonces sin pensármelo mucho escogí un vestido escarlata, spandex. Mientras entraba al probador, seguí la mirada de mi admirador, sabiéndome observada, deje la cortina entre abierta, permitiendo que quien quisiera pudiera mirar hacia adentro. Me deshice del bra y de la tanga, algo en mi me decía que mi desnudez haría que Admirador Maduro se atreviera a entrar, pero no lo hizo. Quizá estaba con su esposa o le peor, ya se había ido.
Un tanto frustrada, me enfunde el vestido. Se ajustaba de una manera desvergonzada a mi cuerpo, tenía unos tirantes estrechos que se prolongaban por encima de la cadera y un escote cuadrado que concluía en el inicio de la espalda. Mientras me admiraba en el espejo una voz ronca y profunda me hizo estremecer. “Se te ve estupendo”. Y era verdad. Mis pezones se marcaban de una manera suculenta y mi culo se veía más paradito que el de cualquier golfa.
Admirador Maduro se acercó, y apretujó con sus manos mi pecho, exprimiendo sin piedad mis tetas. Acarició impúdicamente mi cuerpo, deslizando sus manos por el vestido y dejándolas correr hasta los muslos; abrió mis piernas mientras las magreaba, y agasajó mi vulva depilada con sus dedos, su anular y su medio provocaron que me mojara, sintiendo como mis fluidos se resbalaban por el interior de mis piernas. Entonces me apostó contra el espejo y levantó el vestido, escuche como bajaba la cremallera de su pantalón. Su pene entró sin problema, deslizándose violentamente por mis paredes. Se sujetó de mis caderas y comenzó a bombear con fuerza mientras yo observaba mi cara de placer reflejada en el espejo.
Admirador Maduro me jaló hacia él sentándose en una banquilla de madera y sacando de golpe su verga de mi vagina, me ensarto sin miramientos por el otro orificio. El dolor fue leve pues su miembro estaba embadurnado de mis fluidos, mientras me cogía con ansias levantó mis piernas con sus brazos para dejarme en una posición vergonzante y sus dedos se sumergían en mi vagina, mientras mi ano era masacrado sin piedad.
La tanda duro varios minutos, yo no podía detener mis jadeos y a él no le importaban. Cuando terminó, corriéndose dentro de mi me dijo: “El vestido llévatelo puesto, pienso llevarte a una fiesta. Te espero en cajas, voy a pagarlo”.