Pasaba por el anaquel de los jugos en lata cuando el carro del supermercado se negó a avanzar. Aparentemente una rueda se había atascado con el pedazo de fruta que algún inconsciente había tirado en el suelo. Me agaché para solucionar este problema; Al ver el mosaico con que estaba cubierto el piso pensé en la falta de inventiva de quienes diseñan estos lugares.
Alzaba la vista cuando observé a una mujer que se inclinaba dándome la espalda. Era una morena de cabello frondoso, como proveniente del trópico. Sus curvas eran un tanto sobradas, pero me inspiraron inmediatas sensaciones eróticas. Llevaba una falda demasiado corta y sus piernas eran interminables, el trasero, que ahora se extendía debajo de las breves pantaletas producto de la postura que la desconocida adoptaba, era más bien ovalado, como el de un arlequín. En resumen poseía una belleza un tanto ordinaria, pero poderosamente atractiva.
La mujer volteó y me miró con aparente desprecio. Me había atrapado infraganti con la mirada en sus carnosos muslos. Decidida, enfiló rumbo al departamento de detergentes. Por mi parte una vez recuperado del impacto erótico de aquel cuerpo, retomé las prioridades marcadas en mi lista de productos a comprar. Nos volvimos a encontrar 15 minutos más tarde, en la sección de frutas y legumbres. Yo palpaba unos chabacanos mientras ella, a lo lejos, se disponía a pesar una penca de plátanos. Ante la ausencia del dependiente, ella tomó uno de los alargados frutos, lo peló y le dio una furtiva mordida. Segundos después, sus ojos encontraron a los mios; Ahora era yo quien la atrapaba en un acto placentero y clandestino.
Lejos de avergonzarse, la mujer empezó a acariciar el plátano con su boca; Los labios recorrían de arriba a bajo el alargado fruto, mientras ella entrecerraba los ojos en señal de aparente éxtasis. Sin embargo era obvio que, más que estimularse, se divertía con el juego de la seducción. Me di media vuelta y me alejé, convencido de que debía mantener cierta dignidad ante la impudicia hipódrica de aquella desconocida. Circulé con el carrito hasta llegar al extremo opuesto del supermercado. Impulsado por mi propio nerviosismo compre comida para horno de microondas a pesar de que no tengo, seis refrescos dietéticos y dos escobas. Justo al pasar frente a la puerta de la bodega, sentí un fuerte impacto que empujaba mi carrito hacia la parte posterior del almacén. Era ella que, frenética, se abalanzaba sobre mí con todo y su despensa completa. Productos y personas caímos sobre un gran montón de frijoles que nos sepultó parcialmente. No la podía ver, pero sentía su cuerpo caluroso encima del mío. Por instinto, sujeté una masa redonda. Una pierna cruzó frente a mí, toqué lo que al principio creí un seno era en verdad uno de sus glúteos que aun estaban cubiertos por las pantaletas. Temí, en ese momento infinito, que alguien nos sorprendiera en tan comprometedora posición. Mi cabeza separaba sus piernas.
El aroma de aquellas extremidades era amazónico y encantador. Besé las pantorrillas y muslos, recorriendo cada sector de su piel pulquérrima. Volteé su cuerpo y, en ágil movimiento, recorrí las pantaletas de su lugar. Frente a mí quedó su sexo húmedo, palpitante y profundo. Recordando el episodio ocurrido en la sección de frutas, me solacé acariciándolo con mis labios, mientras ella se retorcía en aquel océano de frijoles. Luego de un rato, ella comenzó a apretar mi cabeza con sus piernas, hasta que sollozó en un evidente orgasmo que casi me cuesta la vida. Surgí de su sexo, y del montón de frijoles, para aspirar aire. Sus piernas que aun quedaban a la vista, las separé y me hundí nuevamente en el montón formado por las vainas. Abracé a mi amante, la besé y puse sus pantorrillas sobre mis hombros, al tiempo que ella se encargaba de desnudarme por completo. No sabíamos, ni nos importaba si había alguien alrededor.
Sentí esa incomprable sensación que solo es posible experimentar al penetrar el generoso túnel de la feminidad. Con mi sexo sacudí y froté, aceptando la invitación de aquella morada abierta al placer. De pronto, me faltó apoyo en la masa amorfa de frijoles que se desparramaban por el suelo. Instintivamente, así las firmes caderas de mi acompañante, y la atraje hacia mí. Quedamos los dos cara a cara, compartiendo nuestras miradas que se dirigían hacia el éxtasis. Le acaricié el cabello y sonrió. Enseguida tomó mi sexo, se agachó y comenzó a estimularlo con los labios. Recordé una vez más la escena en el departamento de frutas y legumbres. Sentí en grado máximo cada una de las húmedas caricias que recorrían profusamente mi órgano enhiesto. Yo, mientras tanto, palpaba los labios entreabiertos en los que segundos antes había descargado todo mi placer. Con su boca me llevó a límites insospechados de sensualidad. Su cabeza iba de arriba abajo con creciente energía. No pude más, atraje su cuerpo al mío y la penetré de modo inmisericorde. Los dos nos sacudimos con furia, como si quisieramos terminar de un solo golpe con todas nuestras energías. Ella gritó algo en una lengua extraña, al mismo tiempo saltaba sobre mí, y sus senos bailaban en irregular compás. En nuestros incontenibles espasmos aplastamos una caja de galletas. Le acaricié las piernas por última vez antes de llegar al punto máximo de placer sexual.
Muy propios, nos vestimos después de comprobar que nadie había observado el episodio amoroso. Me enterneció ver como la sensual mujer ajustaba las bragas a sus carnes abundantes. Era un acto íntimo, que ella realizó con una sonrisa en los labios; le alegraba compartir conmigo ese colofón a nuestro acto sensual.
Apuntó en un papel su nombre y número telefónico, me lo dio y se despidió con una pícara señal de manos. Mientras se alejaba sus caderas marcaban un ritmo pegajoso y creciente…