Mi prima Aylín tenía 4 años y yo 16. A veces, cuando mi mamá y mi tía se quedaban a trabajar la segunda vuelta, me llamaban a casa para que la bañara. Entonces, apenas colgaba el teléfono, corría a su cuarto y le ayudaba a desvestirse. Le desataba los zapatos, le jalaba el pantalón, le pedía que alzara los brazos para dejarla semidesnuda y, cuando el agua caliente ya aguardaba en la tina, le quitaba los calzones de un tirón y me la llevaba en brazos hasta el baño.
En el camino iba admirando su piel, blanca y de fácil sonrojo, suave, pura. Sus nalgas estaban llenitas, tiernas, deseables. Tan pronto se metía en el agua y se sentaba, mi erección salía como un fierro ardiente. ¿Cómo no podían doblarseme las piernas si Aylín acomodaba sus rodillas de tal forma que dejaba un hueco en el cual sobresalía su vagina? ¡Era increíble! Yo continuaba con el baño, le echaba shampoo y la enjabonaba. En un principio, mi deleite se limitaba a pasar el dedo sobre su vulvita, acariciándola, apretando levemente sus labios e intentando descubrir su clítoris. Ella nunca se percató de mi acto, y si lo hizo creyó que era parte del baño, pues normalmente se distraía jugando con su muñequita de hule.
Sin embargo, cierta ocasión, dos días después de que había cumplido 5 años, me animé a dar un salto. Rocié tantita fragancia en la tina y sumergí a Aylín; luego saqué mucha espuma de su cabello y le recomendé que por ningún motivo abriera los ojos ya que sino le arderían bastante. Me posé detrás de ella y me bajé la bermuda para pajearme a gusto. Así estuve un rato pero no aguanté más. Cuando sentí que el semen venía a tope me acerqué a la carita de mi prima y eyaculé. A pesar de que mi pito estaba tenso como una cuerda de guitarra, el glande me irritaba y la respiración se me iba, me apuré a embarrarle la corrida en su boca, en su pecho, en sus hombros y, por supuesto, entre sus piernas. Justo al frotarle de nuevo su vulva, Aylín acusó un olor raro. Le dije que no era nada, la enjuagué y, antes de sacarla del agua, se me ocurrió otra idea magnífica.
Le ordené ponerse de «a gatas» ya que, según inventé, tenía mucha mugre en la parte baja de su espalda y no alcanzaba a tallarla. Ella obedeció un poco desconcertada por la posición que adoptaba. Mi calentura era tal que descendí mi lengua a la altura de su trasero, separé con mis manos sus nalguitas y, mientras mandaba al diablo lo que fuera a pasar después, lamí, lamí, lamí, una y otra vez, el ano chiquito, cerradito, virgen, de mi dulce prima. Aylín se movía, no obstante, la sujetaba bien de su cintura. Besé cuanto pude sus pompis, pasé mi nariz por su raya tantas veces como quise, saboreé su esencia sin escrúpulo alguno. Le dejé todo rojo su culito hasta que gritó que estaba cansada de estar así. Yo seguí gozándola, aunque paulatinamente recobré la consciencia y le aproximé la toalla. Terminé por secarla y ni ella ni yo pronunciamos palabra. Así pues, cada que la volvía a bañar, Aylín perdía la vergüenza y yo la atiborraba de placer.