He cometido muchos errores en mi vida, muchos… El primero o mejor dicho, el primero de importancia, fué el haberle entregado el virgo a un compañerito de escuela que de coger no sabía nada (igual que yo) unos días después de haber cumplido 15 años. Era tan romántica en ese entonces, que se me mojaba la bombacha con sólo mirar una foto de Redford en alguna revista del corazón.
Con los años me avivé un poco, pero sólo un poco, ya que el segundo error grave fue el casarme con Pablo, creyendo que iba a ser el hombre de mi vida y para toda mi vida. Pero la cadena de errores más nefastos e increíbles comenzaron a suceder hace poco menos de un año, cuando por primera vez le puse los cuernos a mi marido dejándome llevar a un amoblado por un tipo cuyo nombre ni siquiera recuerdo. (Cuando esa noche regresé a casa estaba asustada y arrepentida, pero con una excusa creíble para representar si Pablo hacía algún reclamo o escena). No sucedió nada, ni reclamo, ni escena, ni nada; Estaba mirando televisión y ni se dió cuenta que yo estaba llegando casi dos horas más tarde que de costumbre.
Dos semanas después me dije: Si lo hice una vez, Por qué no dos? Otro error y más grave aún. Me revolqué con Eduardo, un compañero de trabajo, y el muy guacho me hizo disfrutar lo que nunca. Me magreó, me sobó a su gusto y se bajó, chupándome la concha, mi primera vez, hasta que le empapé la cara. Siguió y me cogió cuando quiso y como quiso. A la semana siguiente tenía la raja ardida de tanto darle y darle dedo. Le pedí, le rogué a Eduardo repetir y el muy cerdo aceptó siempre que devolviera gentilezas. Se descargó en mi boca y conocí el sabor del semen. Me hizo volver a casa sin bombacha y con la entrepierna sin lavar ni secar. Lo odié.
Sin la menor duda, odiar a Eduardo fue mi siguiente error. Quedé a su merced. Me estrenó el trasero. Me compartió con un amigo. Me drogó sin drogas, con la droga del placer. Pablo? Bien, gracias, concentrado en su trabajo y distraído con la televisión. Inevitablemente, seguí ascendiendo en la cadena de errores. Me enfiestó y adquirí vuelo propio: Probé mujer con mujer. Me volví a enfiestar.
Me hice íntima de una muchacha y con ella y por ella me equivoqué más aún. Le entregué todo y me entregó todo. Me presentó a sus amigos y a sus amigas. Por deporte y como diversión, me hizo debutar en la calle, una vez a la semana, dos a lo sumo. Y callejeando fue que me levantó Pancho, el vecino ese que era un bombón.
Lo de Pancho fué el error más grave de todos. Y el último. Pablo y yo vivimos en un apartamento dos pisos más arriba que el de Pancho, en el mismo edificio. Y Pancho tenía ese apodo no porque se llamara Francisco, sinó por lo que guardaba entre sus piernas: Magnífico. Por esa suma de circunstancias Pancho fué el primero en cogerme en mi propia casa, en mi propia cama matrimonial.
Lo hizo una vez, dos días después de encontrarme patinando en la calle. A media mañana, luego de asegurarse que Pablo ya había salido para el trabajo. Magnífico. Y volvió a venir al día siguiente, a la misma hora. Así fué cómo nos encontró Pablo: Yo, desnuda, brazos abiertos estirados hacia adelante y piernas abiertas estiradas hacia atrás, con dos altos almohadones bajo el vientre, boca abajo, mis nalgas en su mejor ángulo y perfil. Pancho, tan desnudo como yo, semiarrodillado tras de mi entre mis piernas, dándome el mejor pistolazo de mi vida. Clavándome, atrás. En las circunstancias en que nos encontrábamos Pancho y yo, los dos absolutamente lanzados, los sentidos saturados con las más divinas obscenidades, con nuestros jadeos y nuestros gemidos de gozo, bien podría haberse desatado la tercera guerra mundial que ninguno de los dos nos hubiéramos enterado. Menos aún podríamos haber escuchado la puerta al abrirse. Y ninguno de los dos pudimos cortar la corrida, la mía encharcando los almohadones y las sábanas y la de Pancho haciendo desbordar mi recto y dejando algún borbotón tardío sobre mis nalgas, cuando vimos, sin reconocer al principio, pero presintiendo de quién se trataba, que la figura de una persona se recortaba en la puerta del dormitorio.
Como les dije, lo de Pancho fue el error más grave de todos. Y el último. Destruí mi matrimonio y también mi, de por si escaso, patrimonio, porque el apartamento que compartía con Pablo había sido regalo de los padres de él. Claro que… Ahora ya no cometo errores. Convivo con Pancho