Una noche que estábamos aburridos Joaquín y yo nos pusimos a jugar a la puta. Era un juego tonto que él se había inventado. Consistía en que yo me vestía como una furcia, Joaquín nunca se enteraba del vestido que usaba; me colocaba un abrigo para cubrirme mientras llegábamos al lugar escogido por él y me bajaba del auto aún cubierta. Él se iba a dar una vuelta a la manzana dejándome ahí; tiempo después regresaba y empezábamos una negociación como si yo fuera, de verdad, una meretriz cualquiera.
Ese día me atavié con un vestido de licra, blanco, corto, muy llamativo, que se ajustaba perfectamente a mi cuerpo, dejando ver mi voluptuosidad; tenía un escote que me llegaba hasta el ombligo, y aberturas amplias a los costados. No llevaba bra, tan sólo una tanga diminuta que apenas se insinuaba. No dejaba nada a la imaginación. Mejor dicho provocaba que quien me viera fuera capaz imaginar todo a lo que, yo, estaba dispuesta.
La noche era perfecta, iluminada por una luna llena, hermosa. Joaquín me dejó en una esquina poco alumbrada y arrancó el auto. Esperé un tiempo medianamente prudente para quitarme el abrigo y quedar en plena calle con mi disfraz de zorra. Me sentía arrobadora, lujuriosa, llena de sensualidad. Algunos conductores pasaban lentamente para mirarme, para llenarse de mi visión. Era consciente de mi cuerpo, de su belleza, de su voluptuosidad. Mi pecho sobre salía encerrado en la licra, mis caderas se bamboleaban al caminar con aquellos tacones, mi cintura se refocilaba dispuesta al tacto. En fin que me sentía y me sabía todo un manjar.
Dar la vuelta a la manzana en auto era rápido, pero Joaquín ya se había tardado más de lo habitual. De pronto vi acercarse un auto similar al suyo. Me coloqué junto a la ventana y por inercia dije: “¡Hola, papi! ¿Qué quieres que te haga?” “De todo”, contestó. La voz no era de Joaquín. No era, Joaquín. En cuanto tuve mi cabeza dentro del auto me di cuenta que me había equivocado. Mi primer instinto fue salir corriendo, pero algo inquietante me mantuvo pegada al auto. Literalmente sentí punzar mi vulva, cómo si me dijera: “Anda, vamos, deja de jugar a que eres una puta”.
Aún así, contrariando el llamado de mi naturaleza, intenté disuadir a mi primer cliente verdadero dándole un precio elevado por mis servicios. Ya me retiraba, un tanto decepcionada, de la portezuela, ante la expectativa de la negación; cuando la voz del hombre del auto me detuvo. “Está bien. Vamos, entra”, dijo. Abrí la portezuela y me metí. Arranco el auto. Pensé que nos dirigiríamos a un hotel pero lo único que hizo fue estacionarse en un lugar más iluminado. “Oye”… intente protestar. “Cállate y vente por este lado”, me contuvo. Me dirigí al lado del conductor. Me abrió la portezuela y se sentó con los pies fuera del auto.
Estábamos expuestos, la luz nos iluminaba como si fuéramos estrellas de algún escenario. Metió su mano debajo del vestido, y acarició mi vulva por encima de la ropa. “Tú no deberías estar en esto. Mira, estás empapada, estás muy mojada”, dijo. “Procuro trabajar en lo que me gusta”, contesté. “Quítate las bragas, ordenó”. Una vez que sintió mi sexo desnudo acaricio con denuedo mi raja. Su dedo jugueteaba con mi clítoris y mis labios, los recorría y apretaba, a ratos entraba en mi vagina acariciándola por dentro, recorriendo sus paredes en redondo. Consiguió lo que buscaba una arcada me sobrevino y deje escapar un chorro de fluido. “A hora te toca”, dijo, después de ver vaciar mi gozo.
Me senté sobre la banqueta. Mientras, yo, bajaba el cierre de su pantalón, el bajaba los tirantes de mi vestido dejando mi pecho al aire. Se sujeto de mis tetas y comenzó a magrearlas, mientras, yo, con un apetito feroz, le devoraba su verga. La chupe endiabladamente, succionando y mamando con gusto, tragándome toda la carne y apretándola con la boca y la garganta hasta conseguir que me llenara de su esperma. Me atragante. Cuando termino de vaciarse en mi boca la limpie minuciosamente con la lengua. Sintiendo que habíamos terminado me levante prácticamente desnuda y le cobre.
“Espera”, dijo, “todavía no hemos terminado”. Me haló hacia él y me volteó. Sentí como su verga entraba en mi vagina, como se abría paso y me hacía gemir de placer. Sentí sus ataques colosales haciendo cimbrar mi cuerpo. Una y otra vez su pene me llenaba. Sentí como golpeaba mi útero. Me di cuenta que era un fiasco como trabajadora sexual pues no le había pedido el condón. En ese momento pude percatarme que a una distancia prudente de nosotros, detrás de una barda alambrón, escondido entre las sombras estaba Joaquín. Clave mi mirada en él y nuestros ojos se encontraron. Su cara era de goce extremo, presentí que gozaba más de lo que yo lo estaba haciendo.
Su mirada cómplice-culpable, exacerbo mi concupiscencia. Moví con mayor ardor mis caderas, consiguiendo que mi cliente terminara en un espasmo de placer. Me quede sentada en él mientras su pene se desinflaba. Me pago. Me sentí satisfecha y me reconocí finalmente por ese gusto. Mi cliente se ofreció a regresarme a mi esquina. Le dije que no, que caminaría. Finalmente lo reconocí de la oficina de Joaquín. Seguramente él le pidió que me regresara. Me fui caminando acomodándome sin pudor la ropa.
Cuando llegué a la esquina ahí estaba, en la acera de enfrente, él, Joaquín. Antes de cruzar se detuvo frente a mí un auto. “Culito”, grito, “¿cuánto cobras por mí y mi amigo?” Le dije el precio y me subí. “¿Te importa que lo hagamos en la calle?”, le pregunte. Ya Joaquín nos seguía en el coche.