La historia que voy a contar ocurrió cuando tenía yo catorce años, allá por 1985: Conozco a Javier desde que tengo uso de razón, ya que nuestros respectivos padres se conocen son amigos de infancia. Cuando era pequeñita, hasta los diez años, compartí colegio con él, hasta que el centro cerró por falta de dinero. Mis padres, conservadores ellos, y recelosos con la educación mixta me internaron en un colegio femenino custodiado por unas monjas de película, todas ellas viejas y odiosas, dispuestas a encandenarnos a las silla con tal de que no ensañáramos las piernas. Al finalizar aquel verano me despedí de Javier llorando, sabiendo que no volvería a ver a mi único y verdadero amigo hasta las Navidades.
Bueno, la historia ocurrió cuando, un día, al salir Sara (mi compañera de habitación) y yo de la aburrida clase de matemáticas de Sor Obdulia, la puerta de la sala de proyecciones se abrió dejando ver la cara de Javier: – ¿Qué haces aquí? -inquirí sorprendida a mi amigo, con ganas de abrazarlo.
– Tenía que verte -respondió él con una dulzura que nunca antes había percibido en su voz.
Las risitas contenidas de Sara me recordaron que ella estaba detrás, así que viré y le dije: – Oh, no, no, no, sólo es un amigo, anda sigue que ya te cogeré.
– Sí un amigo, lo que tú digas -ironizó Sara mientras se alejaba caminando por el pasillo.
Entré en la sala de la mano de Javier y una vez dentro le volví a preguntar: – ¿Me vas a decir qué haces… -las palabras se ahogaron bajo el dedo que Javier posó en mis labios, después separó mis cabellos de mi cara y, apoyando la palma de su mano en mi mejilla me besó. A mi nunca se me había ocurrido pensar en Javier como algo más que un amigo; de hecho nunca me había parado a pensar seriamente en chicos (¡ni siquiera había besado a uno!). Pero ninguna protesta brotó de mi boca, así que correspondí su beso. Prolongado el contacto, nuestros labios se movieron hasta que él introdujo su lengua entre mis dientes. Nuestros órganos del gustp jugaron intercambiano saliva. Entonces noté como sus mano, ahora sobre mi cintura, bajaban hasta mis nalgas para, después de haberlas acariciado, asirlas con fuerza, pero sin dolor. Siguiendo su camino, sus manos se deslizaron hacia mis muslos, sobre el repliegue de mi falda. Aquí Javier se detuvo, sonrojado, probablemente pensando que había ido demasiado rápido, pero no fue esa la idea que pasó por mi mente, así que l! evanté mi falda para que sus manos quedaran bajo ella, y después sujeté sus muñecas instándole a que subiera hacia mis ingles, las cuales acarició con sus pulgares para, acto seguido comenzar la osada tarea de masajear mi clítoris por encima de mis braguitas. Yo creía que iba a explotar cuando de pronto me acordé de una escena que vi en una película porno (la habiamos visto en casa de una amiga, ya que la película era de su hermano, que no encontraba en ese momento en casa; y todas nos sonrojamos muchísimo); así que desabroché su pantalón, le bajé el calzoncillo y así su pene con mi mano derecha, masturbándolo con suavidad. Ahora, mientras Javier con una mano seguía dándome placer, con la otra, que retiró e la falda, empezó a tocar uno de mis pequeños pechos, haciendo que mis pezones se endurecieran.
Seguimos así durante unos minutos hasta que él, con cuidado, se desembarazó con delicadeza de mi mano y, alzándome por la cintura, me tumbó en la amplia mesa de proyecciones. Yo no sabía que iba a hacer, y sentía una curiosa mezcla de incertidumbre, miedo a ser descubierta y excitación que me hacía hervir la sangre. Él introdujo su cabeza bajo mi falda y, al momento, noté como me quitaba las braguitas; después su lengua separó mis labios y se hundió en mi vagina repetidas veces, sus labios se movieron arriba y abajo, de izquierda a derecha durante un buen rato hasta que exploté, y mis brazos y piernas cayeron fláccidos, completamente relajados, a ambos lados de la mesa. Mi vista se perdió en la penumbra de la sala, pero pronto tomé conciencia de que Javier sufría una gran erección, y lo invité a poseerme.
Él acarició mi clítoris con la punta de su pene y después me penetró suavemente, manteniendo un vaivén constante, lo que me hizo recordar otra escena de la película que en su momento me había dado asco pero que ahora me excitaba muchísimo. Me retiré y Javier, con un brillo de decepción, comenzó a subirse los pantalones, pero yo le dije: – No, no, déjate los pantalones donde están -acto seguido señalé mi ano, a los que Javier adujo: – ¿Estás segura? -inquirió indeciso.
– Lo estoy.
Así que él humedeció su pene con saliva y con jugo de mi vagina para, seguidamente, introducirlo con muchísimo cuidado por mi ano; yo no pude contener un gemido. Así estuvimos un par de minutos, golpeando carne con carne, excitándonos cada vez más, hasta que él se retiró y movió de nuevo su miembro a mi vagina. Sus embestidas estaban a punto de provocarme otro orgasmo, y lo consiguió, mi espalda se arqueó para volver a posarse con suavidad sobre la mesa.
Bajé entonces de la mesa y situándome de rodillas frente a él (vi brillar sus ojos con gran excitación) comencé a lamer su glande. En ese momento decidí hacer como una chica de la película e introduje completamente su pene en mi boca, hasta la garganta; contuve la arcada y repetí la operación varias veces. Seguí chupando su órgano erecto hasta que noté cómo se convulsionaba y un callado gemido salía de sus labios. El semen se esparció por toda mi cara, sobre mis labios, lengua, dientes, mejillas y párpados. El sabor era fuerte, pero no me desagradó. La relajación total me sacó de mi estupor y me acordé del viscoso líquido que cubría mi faz, busqué en los bolsillos de mi falda y en mi bolsa, pero no había traído ningún pañuelo, así que recogí mis braguitas y me limpié con ellas. Después, al volverme a poner la prenda, noté como se me pegaban a las piernas y a los labios de la vagina, recordándome el buen rato que acababa de pasar. Besé a Javier en la mejilla y, al despedirme de él, le prometí que nos volveríamos a ver…